“Oppenheimer”: el retorno del peligro nuclear
Juan Ignacio Brito Profesor de la Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la U. de los Andes
- T+
- T-
Juan ignacio Brito
Detrás de la historia que narra “Oppenheimer” vuelve a emerger una amenaza olvidada: el desastre nuclear. Durante décadas, esa posibilidad estuvo descartada. Pero la película da en el clavo al renovar la advertencia acerca de qué sucede cuando el hombre juega a ser Dios. Porque otra vez se habla de guerra atómica. “Podríamos usar el arma nuclear (si la ofensiva ucraniana) arrancara un trozo de nuestra tierra”, dijo hace unos días Dmitri Medvedev. Estados Unidos ha retrucado sosteniendo que habría “consecuencias catastróficas” para los rusos.
¿Así que de nuevo estamos en 1983, cuando el derribamiento de un avión civil surcoreano por parte de un SU-15 soviético puso en alarma al mundo? ¿O en 1962, cuando la crisis de los misiles cubanos dejó a la humanidad al borde del precipicio? Puede ser.
“La amenaza de una represalia tan destructiva como el ataque que la originó es la principal garantía contra un ataque nuclear. Ese es el delicado juego que se está desarrollando hoy en Ucrania entre Rusia y la OTAN”.
Durante la Guerra Fría, la URSS y EEUU establecieron mecanismos para impedir que un malentendido, error o incidente aislado encendiera la mecha de un conflicto nuclear. Se establecieron canales de comunicación y luego se avanzó con la firma del Tratado ABM y los acuerdos SALT de limitación de armas estratégicas en los 70, mientras que en 1987 se suscribió el acuerdo de eliminación de armas nucleares de alcance intermedio (Tratado INF) y a partir de 1990 se consensuó la reducción de fuerzas convencionales en Europa (Tratado FCE) y del arsenal atómico intercontinental (START I, II y III).
Hoy, sin embargo, muchos de esos acuerdos han perdido vigencia. EEUU se retiró del ABM en 2002 y del INF en 2019, mientras que Rusia renunció al FCE en 2015 y suspendió su participación en START en enero de este año. El mundo entra así a una nueva era de amenaza atómica sin la arquitectura que permitió manejar y contener el conflicto durante la Guerra Fría.
Sin embargo, hay esperanza. Esta descansa en una paradoja: la más eficaz prevención contra el uso de las armas nucleares es su existencia. Las consecuencias de un ataque atómico son tan devastadoras, que nadie se atreve a usarlas si es que existe la posibilidad de una represalia con ese mismo tipo de armas. Es lo que se llama la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus siglas en inglés): en la medida en que una potencia nuclear sabe que se enfrenta a otra semejante, no hará uso de su arsenal atómico, pues, como dijo Clausewitz, “la defensa es la forma de guerra más poderosa”.
En general, los países que cuentan con armas nucleares hacen de su territorio un santuario y lanzan con ello un mensaje a sus enemigos: si me atacan, el costo de la represalia será feroz. Por eso se habla a menudo del “disuasor nuclear”, pues se le entiende como una herramienta para inhibir el lanzamiento de una ofensiva y la agresión de la contraparte.
La MAD está detrás de la lógica de firmar un acuerdo como el Tratado ABM de 1972. Este prohibía la instalación de defensas antimisiles balísticos, con el propósito de dejar por sentado que un ataque nuclear provocaría una destrucción total para ambas superpotencias, haciendo impensable dicha ofensiva.
La amenaza de una represalia tan destructiva como el ataque que la originó es la principal garantía contra un ataque nuclear. Para que ello sea así, se requiere que ambas partes tengan algo que perder. Si se arrincona demasiado a un líder, existe el peligro de que prefiera patear el tablero y aventurarse en una ofensiva atómica. Ese es el delicado juego que se está desarrollando hoy en Ucrania entre Rusia y la OTAN. Hemos vuelto a vivir en un mundo peligroso.